Portada del periodico ABC:
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- ¿La vida? Que se ponga
Todos los lunes llegaba la carta a la hora de almorzar, y el tío la leía en voz alta para que yo me enterase. Al final venían siempre unos renglones para mí, y muchos puntitos que eran besos de papá y mamá. Pero ni el lunes pasado, ni el otro, ni el otro, hubo carta. -¿Qué les pasará a tus padres? Yo no sé ya qué pensar... Hasta que me dijo un día: -Hoy vamos a hablar con tus padres. -Sí. ¿Dónde están? -Están donde estaban; pero hablaremos por teléfono. -¿Por el teléfono del despacho? ¡Uy qué bien! Yo creí que el teléfono sólo servía para avisar al lechero, o a la tienda, o para hablar con Carreño y decirle que te ha dolido la cabeza toda la noche... -Sirve para todo eso y mucho más... Ya ves; vamos a hablar con tus padres, que casi están al otro lado del mundo... -¿Entonces, por qué no hemos hablado con ellos antes? Oye, tiíto, ¿es que hay un hilo muy largo, muy largo, y en la otra punta están papá y mamá? -Algo así debe de ser, pero no estoy seguro... No es cosa que me inter - Lo que de verdad importa
Luis tiene 46 años. Trabaja en el departamento comercial de una gran empresa. Da igual lo que venda porque está entregado en cuerpo y alma a su trabajo. El día que le ficharon se lo advirtieron: «Esto son 24 horas, Luis». Y Luis lo aplicó como modo de vida. Ya se sabe lo difícil que es esto de progresar en una gran compañía. -Buenas tardes, Luis. -Buenas tardes. -Soy Carlos, del departamento de Recursos Humanos. -Hola, Carlos. -Estamos preparando una cena sorpresa para el director financiero. Por favor, no comente con nadie de la oficina este tema. -Muy bien. ¿Cuándo será? -El próximo martes. Es muy importante que nadie sepa detalles, ¿me entiende? -Por supuesto. No comentaré nada. -Ni siquiera con sus más allegados en el trabajo. No puede venir toda la empresa, pero contamos contigo. -Muy bien. Carlos. No nos conocemos, ¿verdad? -No, pero lo haremos el próximo martes. ¿Tiene algún problema de agenda ese día? -En ningún caso. Ya tengo la fecha bloqueada. Y no me hables de usted, hombre. Mien - Retrato de famil-ia
El reloj del comedor marcaba las ocho y veintisiete, pero a nadie parecía importarle demasiado. En la mesa de debajo del reloj, Mamá comía una mandarina mientras miraba el móvil y deslizaba rostros, vídeos y conspiraciones en bucle, como una enferma. Igual pasaba horas viendo a hombres americanos limpiando coches deportivos que las andanzas de unos adorables cachorrillos de husky. Mientras tanto, Papá movía el ratón del ordenador con aire marcial desde el puesto de teletrabajo en el que había convertido el salón. Ajena a todo ello, la más pequeña de la casa, permanecía sentada en un rincón del suelo, jugando con aquel altavoz inteligente. «Ylenia, ¿qué ruido hace un delfín?», preguntaba con esa mezcla de inocencia y totalitarismo que solo se pueden permitir los niños rubios. Ylenia, siempre cumplidora, emitía un sonido agudo acompañado de extraños chasquidos que llenaban la estancia. Luego hizo lo propio con un murciélago y con un león. -Sofía, no grites tanto con Ylenia, que Papá está - Aquella cabina en la Gran Vía
De fondo canta Calamaro, entre el desastre de las copas y la bacanal de la cháchara, como un hilo musical que nadie oye, o que quizá sólo oigo yo, dentro de este café de Gran Vía, que es una entraña o desguace de galeón con todo su costado abierto a la gran calle donde diciembre pasa o acaso no pasa con toda su calamidad de bocinas y paraguas. Diciembre está parado en todos los semáforos. Madrid está parado en cada escaparate. Yo estoy parado en una mesa de rincón, más solo que la luna, y miro un poco al gentío, por los ventanales, o me remiro otro poco a mí mismo, por los espejos, mientras espero a Paula, que ya tarda más de la cuenta. Soy estatua, casi, de este café, desde la prehistoria, porque fui cliente largo y fijo de la cabina telefónica que había enfrente, justo ahí enfrente, según sales, una cabina desde donde llamaba a mi padre, allá en lo alto de los ochenta, para darle el parte de las ilusiones de mi vida literaria de veinteañero de corazón delincuencial y fiebre lírica. Siemp - El hoyo
Un momento. Deja de gritar. Vale. Vuelve a gritar. Más fuerte. ¡Más! No hay diferencia… Pero si estoy gritando fortísimo. Me tendría que estar escuchando todo el Galatzó. Me habré quedado sorda del golpe. O muda. No, no, por favor. Es una pesadilla. Como cuando de niña soñaba que me perseguía un toro, me quedaba inmovilizada e intentaba gritar pero no salía nada. El móvil. ¿Dónde lo tengo? Si no puedo gritar, no me encontrarán. ¿Cuánto tardarán en echarme de menos? ¿Y si no puedo gritar porque ya estoy muerta? ¿O inconsciente? Como aquella vez que me desmayé en el hospital. Veía a mi padre gesticulando enloquecido llamando al médico. Pero ni lo oía ni podía hablarle. Quería tranquilizarlo. Pensó que me perdía. No quiero que mis padres tengan que enterrar a su hija. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Ya es de noche? ¿Cómo narices te has podido caer? Qué torpe. Cuánta sed. Qué sabor a barro. ¿Dónde está mi móvil? Y este dolor espantoso en mi cabeza. ¿En el cuero cabelludo? Como